Las mujeres que le ganaron al desierto

Las mujeres que le ganaron al desierto

13 Abril 2021
Las montañas cafés sequísimas parecen infinitas. Anchas, delgadas, redondas, puntiagudas, apuntan en todas las direcciones, formando el desierto de Jubones, un lugar tan árido e inhóspito que parece una postal lunar, y no un paraje andino.
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Medioambiente, Mujeres, Cambio Climático

Sus parches son tan verdes que parecen retazos artificiales en el paisaje marrón de las 1200 hectáreas del desierto de Jubones, enclavado en el sur del Ecuador que es—según el mapa de climas del Instituto Nacional de Metereología e Hidrología— seco y templado cálido. Por su topografía, altura (que estriba entre los 800 y 1400 metros sobre el nivel del mar) y ubicación geográfica, la cuenca del río Jubones tiene un ecosistema particular que hace que las corrientes de viento se lleven toda la humedad hacia la Costa, lo que lo vuelve desértico. “Con el cambio climático esta situación se intensifica”, dice el especialista en Adaptación del Ministerio de Ambiente del Ecuador, Nicolás Zambrano. Ahí, en su aridez, crecieron Blanca, Adriana, Daisy y Mélida. Ahí, con una paciencia metódica y una dedicación inquebrantable, le han ido ganando terreno.

Todas viven de la agricultura y necesitan agua para regar sus sembríos, donde pasan largas jornadas bajo un sol riguroso. Todas, todos los días hacen algo para llevar agua a sus tierras. Desde niñas ayudaban a sus padres campesinos y fueron aprendiendo, de a poco, el trabajo agrícola en esos valles secos rodeados de montañas secas. Pero lo que les enseñaron, hoy les funciona menos porque, según ellas, las temperaturas y la sequedad han empeorado.  “Antes normalmente llovía desde octubre hasta mayo, casi medio año, ahora tal vez habrá tres meses”, dice Álvaro Ordóñez, extécnico agropecuario de Foreccsa, un proyecto del gobierno de adaptación al cambio climático en la cuenca del río Jubones, del que el desierto toma su nombre. 

Estas mujeres no leen de ciencia ni conocen de análisis sobre el cambio climático, pero la ayuda esporádica del Ministerio de Ambiente, de sus municipios y prefecturas, y su propia inventiva les ha permitido cultivar con éxito esa tierra reseca. “Yo ni sabía que existía”, responde Tapia —secretaria de la Junta Balcones de Agua de Riego de Yuluc, su parroquia— cuando le pregunto si es parte de una de las 1593 familias beneficiadas por el programa de riego parcelario del Ministerio de Agricultura, en el que en 2019 se invirtieron 7,8 millones de dólares para “obras para que llegue el agua a las chacras y riegue las siembras: acequias, canales, tubos, aspersores, que deben estar manejadas por la junta de regantes”. Ella y los otros miembros de su Junta han desarrollado su propio sistema de cuidado, riego y gestión.

Ganarle al desierto es una tarea que exige todas las horas posibles, de todos los días posibles y no solo la intermitente aparición de un burócrata de buenas intenciones. En eso les va la vida a las señoras Blanca, Adriana, Daisy y Mélida. 

El valor de una gota

A las seis de la mañana el sol aún no calienta pero sí lo ilumina todo. Blanca Atre prepara el café, alimenta a los cuyes y una hora después, junto con su marido, Jaime Sandoval, sale a trabajar la tierra, su tierra. “Ella es de las pocas sino la única mujer que se dedica a la agricultura aquí”, dice una vecina, sentada en un portal amplio, amarillo y de cemento. Está hablando de Jubones, un centro poblado en la parroquia Santa Isabel, del cantón Santa Isabel, de la provincia del Azuay, de la Sierra sur del Ecuador. Todos los habitantes de Jubones siembran, cosechan y venden lo que la tierra les da. Hace cuatro décadas era caña de azúcar. Luego vino el camote y la yuca. Después, la cebolla. Hoy, Blanca Atre y Jaime Sandoval tienen más de 50 productos.

No saben con exactitud el número, pero a pie y en camioneta recorren sus hectáreas que cambian de color cada tanto: rojo por los mangos, amarillo por los limones, verde por los pimientos. “Hasta hace dos años solo teníamos cebollas coloradas”, dice Atre mientras recorre el interior de lo que quedó de un vivero destruido por los fuertes vientos. Solo allí dentro cultiva naranjillas, cebollas, albahaca, lechuga, maracuyá y berenjena. Blanca lleva la marca de su oficio en la piel curtida. Camina entre las plantas, sin pisar ninguna, aunque parece ni mirarlas. Es una destreza envidiable. Con sus manos ásperas y uñas llenas de tierra agarra una tubería negra y delgada, que está sobre las cebollas. 

— Este es el riego a goteo, del que le conté, dice y señala un orificio diminuto en el tubo, desde el que cae una gota de agua y moja la tierra. 

Me contó porque, según Blanca Atre, en su vida hay un antes y un después de esa técnica de riego. Los tubos con agujeros se colocan a lo largo de cada surco y cada ocho días (más o menos, dependiendo del producto) se enciende la bomba y llega el agua. “El goteo es menos trabajo porque se deja abierta la llave y se va a hacer otra cosa, a hacer el almuerzo”, dice. “Entonces está regándose solo, en dos horas está regadito y se cierra la llave. Es lo mejor, me da más tiempo para cualquier cosa de hacer”.

El goteo, a Blanca, le ha dado tiempo. El tiempo, lo ha invertido en diversificar. Esa diversificación, le ha dado más ingresos. Pero el goteo es más que eso. El especialista en ecosistemas secos, Zhofre Aguirre, la describe como una “buena práctica agrícola” porque no solo se cuida el agua sino la calidad del suelo evitando que se pierdan los nutrientes. 

Esta nota fue originalmente publicada en el medio GK, de Ecuador, y es republicada aquí como parte de la Red De Periodismo Humano.